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Diario YA


 

¿IDENTIDAD O ESENCIA?

Manuel Parra Celaya. La palabra identidad y su derivada identitarismo se han puesto de moda como definición política. Reconozco que, conforme avanzan los días, me producen más rechazo, no tanto de naturaleza visceral como intelectual; estoy convencido de que no responden a mis planteamientos axiológicos e ideológicos y que su plasmación en la práctica, en caso de producirse, no resultaría adecuada para resolver el problema de España y los problemas que tiene planteados Europa.
    Consulto la palabra en la última edición del diccionario de la RAE y destaco dos acepciones que vienen al caso: Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una comunidad que los caracterizan frente a los demás, y Conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a los demás. Como se ve, la primera acepción afecta a una dimensión objetiva y la segunda se refiera al ámbito de lo subjetivo.
    Resalto lo de frente a los demás y la palabra distinta, respectivamente de las dos acepciones académicas; así, viene a coincidir, mutatis mutandis, con lo que nos dice la misma Academia respecto al término nacionalismo: Doctrina que exalta en todos los órdenes la personalidad nacional completa, o lo que reputan como tal sus partidarios. En este caso, se integran en una sola definición las perspectivas de objetividad y de subjetividad, y me limito a poner mi atención en el verbo exaltar.
    ¿Qué sería la identidad de una nación o de lo que un grupo concreto entiende como tal? Los rasgos que la caracterizan frente a las demás o la conciencia que tiene ese grupo concreto en exaltarlos para ser distintos; es decir, la vieja expresión rasgos diferenciales, que, como coartada a todo tipo de tropelías, no se cae de la boca de los sectores secesionistas que se empeñan en no ser españoles.
    Pero nosotros sabemos que una Nación -esta vez con mayúscula- no se ha formado históricamente por tener esos rasgos diferenciales, sino por haber integrado, en una tarea común, a elementos o pueblos que sí los tenían, pero que se han integrado en un todo caracterizado por una misión o proyecto. Y, jurídicamente, esa Nación ha adoptado la forma de Estado, para dar cuerpo organizativo a aquella realidad histórica. España, en concreto, se formó -aun antes de denominarse nación o Estado- por la existencia de ese proyecto, no frente a los demás o por ser diferente, sino entre los demás, es decir, en el mundo. La Monarquía Hispánica de nuestros Siglos de Oro no se llamaba nación (faltaban siglos para la Revolución Francesa) ni blasonaba de identidad diferenciada, sino que integraba antiguos reinos en una vocación unitaria hacia lo universal.
    Descendiendo al presente, observemos en primer lugar la, si se quiere, anécdota de que los apoyos al irredentismo nacionalista de Puigdemont y sus adláteres han venido, precisamente, por parte de los grupos políticos que se definen como identitarios y euroescépticos. Si contemplamos ese presente desde perspectivas de categoría, veremos también que esos mismos grupos son los que se oponen a criterios de unidad, ya sean españoles (los nacionalismos interiores), ya sean europeos (los también nacionalistas, que desconfían de la integración europea y no solo de las directrices y de la ruta ideológica de la actual UE, cosa en que podríamos estar de acuerdo quienes no nos definimos como tales identitarios).
    Todo nacionalismo es un separatismo en el fondo; la extensión no importa, dijo Eugenio d´Ors, y el identitarismo en boga parece responden de plano al aviso que contiene esa glosa orsiana. El aislamiento supremacista de un territorio y de un grupo humano significa, además de esas ansias de segregación de un todo ya formado o en vías de formación, un tremendo retroceso en la historia.
    Es evidente que las colectividades que han ido formando la cultura y el tiempo tienen sus propias características, que deben ser respetadas como enriquecimiento a lo común; ahora bien, no hasta el punto de conformar una identidad monolítica, con el punto de mira en que sirvan de recurso diferenciador y marquen un aparte fronterizo mental en sus componentes.
    Me atengo a la historia de España, cuyos momentos de mayor grandeza coinciden con su apertura a la universalidad; concretamente, cuando decidimos ser europeos y no africanos, en tensión de ocho siglos, y cuando abrimos horizontes mediterráneos y atlánticos. Fue precisamente en esta última proyección mencionada cuando fuimos capaces de crear esa maravilla llamada mestizaje, presidida por una visión católica de la vida en su doble sentido: d universal y de mensaje del Evangelio.
    Es por eso que prefiero, frente a identidad, el concepto de esencia, que es lo que da soporte a una existencia. Cada rincón de España tiene su propia esencia, su propia naturaleza, pero esto no fue ni debe ser óbice para que, por medio de un proyecto ilusionante y común, se integren todos en una patria indivisible, y esto último no solo porque lo afirme un texto legal, sino en razón de la marcha de la historia. España adquiere también, en ese proyecto o destino, su propia esencia, que va configurándose a lo largo de los siglos y de la que quieren algunos apartarnos ahora de forma abrupta.
    Y Europa quizás llegue a adquirir también su carácter esencial con la aportación de todas las patrias que la forman, si atiende a sus verdaderas raíces -religiosas, culturales, antropológicas, éticas…- y es capaz de salvar el doble escollo que representan, por una parte, la falsa singladura exclusivamente economicista y los espurios sustentos ideológicos, y, por otra, la tentación de los identitarismos, vulgo nacionalismos.
    En todo caso, recordemos que las patrias no pueden ser un fin en sí mismas, sino medios hacia la verdadera meta, que es la unificación del mundo; es decir, la perspectiva cristiana que armonice al ser humano con sus entornos inmanente y trascendente. Esto último corresponde a la conclusión a la que llegó -con perdón- un tal José Antonio Primo de Rivera.
    No está nada mal recordarlo precisamente en estas fechas inmediatas a la Navidad.