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Diario YA


 

Cine e inteligencia artificial, una brevísima historia

José Antonio Bielsa Arbiol. En las últimas décadas, y de forma cada vez más insistente, las inteligencias artificiales han ido tomando protagonismo en la cartelera cinematográfica, monopolizando al fin el género de la ciencia-ficción. Signo inquietante, e inequívoco, de que la industria cinematográfica (prioritariamente la de Hollywood) está preparando al público de masas para unos nuevos tiempos que implican, qué duda cabe, un nada halagüeño cambio de paradigma antropológico. Nos proponemos ofrecer una breve panorámica de esta tendencia, desde los orígenes del cinema hasta nuestros días.
 

Fue el escritor checo Karel Capek quien acuñó en 1920 la palabra “robot” en su obra de teatro R.U.R. Desde entonces, la mentada palabra ha designado multitud de variantes de un objeto común: la inteligencia artificial (IA). La literatura de ciencia-ficción y el cinema, por su parte, han incrementado las variantes hasta extremos insospechados: ordenadores, computadoras, cerebros electrónicos, robots antropomórficos (androides, cyborg, etc.), constituyen algunas de las más características modalidades cibernéticas de IA. Mas la tradición cultural del robot se remonta a siglos anteriores: el mito del Golem -novelado por Gustav Meyrink- data del siglo XVI, los primeros autómatas se fechan en el siglo XVIII, y la novela decimonónica tiene uno de sus máximos exponentes en el Frankenstein de Mary Shelley, de 1818. Luego vendría el autor de La guerra de las salamandras y, tras sus pasos, una larga nómina de escritores de ciencia-ficción, autores en cuyos argumentos las inteligencias artificiales cobran renovado protagonismo: Isaac Asimov (Yo, Robot [1950]), Stanislaw Lem (Ciberiada [1965]), Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas electrónicas? [1968]), Arthur C. Clarke (2001: una odisea en el espacio [1968]), etc. Al margen de estas ficciones más o menos especulativas, más o menos inquietantes, la evolución tecnológica ha venido confirmando en los últimos años lo que tiempo ha no parecían sino típicos argumentos propios del escapismo al que suele tender la ciencia-ficción en su vertiente más comercial.
El cine, instrumento de poesía en las mejores manos, ha abordado el tema de la inteligencia artificial en el género de la ciencia-ficción con desiguales resultados, ofreciendo a lo largo de su historia una treintena de obras maestras, varias docenas de filmes notables y un abultado número de productos menores, en su mayoría olvidados. Desde una perspectiva sociológico-filosófica, los senderos que se abren ante esta investigación son incontables, al margen de la cualidad coyuntural que sustenta la factura moral y formal de cada filme, propia de cada época.
Las temáticas se despliegan entre lo epidérmico y lo especulativo, en ocasiones con resultados considerables. No es fácil etiquetarlas, pero el cine de ciencia-ficción moderno incide con especial insistencia en las tres siguientes, a saber: computadoras inteligentes, robots humanos y prótesis. Las primeras suministran información que manejan a su aparente antojo, dialogando incluso con los personajes humanos; los segundos suelen presentarse como androides, manifestando en ocasiones una inquietante humanidad, lo que en cierto momento desencadenará la reflexión ética de rigor; en cuanto a las prótesis, ofrecen diversas jerarquías, desde el típico instrumento de ayuda (ej. un brazo artificial) hasta el elemento capaz de llevar al sujeto a otra dimensión diferente (ej. un visor virtual).

Orígenes del cinema – Primeras experiencias
Desde su creación oficial en 1895, el cinematógrafo alumbró algunos cortos de escaso vuelo y menor ambición, sustentados en tomas documentales, argumentos leves y anécdotas dramatizadas. Las primeras e incipientes inteligencias artificiales de la historia del cine se deben, sin duda, al gran precursor Georges Méliès. No son inteligencias demasiado prominentes las que encontramos en la primavera del cinema, sino ingenuos reproductores de órdenes programadas: esto es, máquinas de cierta precaria sofisticación. Quizá el mejor exponente sea La charcutería mecánica (Auguste y Louis Lumière, 1897), cuyo título explicita claramente su contenido.
Los primeros años del cine mudo abundan en argumentos extraídos del teatro, folletines y viñetas de parco desarrollo. Antes del advenimiento de los primeros logros del verdadero padre de la técnica cinematográfica, David Wark Griffith, puede citarse un filme nacional de gran valor artístico en el que las inteligencias artificiales, aunque de modo embrionario, ya aparecen planteadas: El hotel eléctrico (Segundo de Chomón, 1907), pieza clave en la que el director turolense ofrece una divertida fábula sobre la tecnificación en la vida cotidiana cinco décadas antes de que Jacques Tati hiciera lo propio en su obra maestra Mi tío. En este filme de menos de diez minutos de duración, como podemos ver, domina la máquina, una máquina en absoluto sutil, sino funcional, fabricada con la pretensión de aligerar la vida de los mortales, mas con unos resultados como poco discutibles.
Los primeros robots con apariencia humana irrumpen en The Motor Valet (Arthur Cooper, 1906) y Mechanical Mary Anne (Lewin Fitzhamon, 1910): en el primero vemos a un mayordomo autómata, mientras que en el segundo hace su aparición el primer robot femenino de la historia del cine. Filosóficamente el interés se acrecienta en estos dos trabajos al ser tratado, ni que sea en esbozo, el tema de la conciencia de un ente artificial.

Contribución del Expresionismo
Sin embargo, la primera película realmente importante en la que la inteligencia artificial se perfila como elemento de reflexión filosófica es El Golem (Paul Wegener y Carl Boese, 1920), una de las grandes obras maestras del expresionismo alemán y un filme de una riqueza inagotable, donde ya aparecen explicitadas las constantes de cierto tipo de cine a través del argumento prototípico en torno al mito del Golem, un hombre de barro que cobra vida gracias a la magia de un sabio. El filme pone pues sobre el tapete, al menos potencialmente, una teleología de acusada simplicidad: de cómo una criatura inanimada deviene ente terrorífico capaz de sumir en el caos a una población; y de cómo la inversión del proyecto de un Dios creador del hombre puede oponerse en antitética representación del hombre-dios creador del hombre. Este universo rígido codificado, típico del capitalismo avanzado, adquiere múltiples matices en el tema del esclavo artificial (la máquina) al servicio de un amo (el poder). De la larga serie de nuevas entregas fílmicas del mito, sólo es destacable la nueva versión del filme, El Golem (Julien Duvivier, 1936), ahora bajo pabellón francés.
Pero el robot más famoso de la década de 1920 irrumpe en otro filme capital del expresionismo alemán, Metrópolis (Fritz Lang, 1927), donde las inquietudes arquitectónicas del director y una compleja estructura dramática confieren múltiples lecturas a una película de asombrosa complejidad conceptual. Y otra novedad: el robot de Metrópolis, María II, es el primer androide de la historia del cine. Se trata, en lo argumental, de una argucia estratégica, de un robot creado por las estructuras de poder con la finalidad de suplantar la identidad de la verdadera María, vocera de la liberación de los obreros oprimidos, para de este modo tergiversar el discurso de la liberadora y conseguir alienar nuevamente a los obreros en el sistema represor antes de su posible emancipación.

Un hito: el monstruo de Frankenstein
La década de 1930 ofrece el más prototípico ejemplo de inteligencia artificial de la historia del cine: el monstruo de Frankenstein, la hermosa creación de Mary Shelley, puesta en marcha por la casa hollywoodiense Universal. Las dos obras maestras de la serie son El doctor Frankenstein (James Whale, 1931) y La novia de Frankenstein (James Whale, 1935), suerte de díptico donde se plasman felizmente las características de un subgénero pronto saqueado por doquier: científico “loco” crea un monstruo siniestro, desencadenando las consecuencias de rigor… Sobre tan resbaladizos presupuestos ético-estéticos, James Whale triunfa clamorosamente, algo que no puede decirse realmente de las posteriores entregas e imitaciones, algunas de ellas no exentas de interés.
Habrá que esperar dos décadas para que la productora británica Hammer Films recupere el mito, revisado, en su magistral serie sobre Frankenstein: iniciada con La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1957), y continuada por el propio Fisher en filmes de la categoría de Frankenstein Created Woman (Terence Fisher, 1966), El cerebro de Frankenstein (Terence Fisher, 1969) o Frankenstein and the Monster From Hell (Terence Fisher, 1972), entre otros. Al lado de las películas de Fisher sobre Frankenstein, las restantes vueltas sobre el tema palidecen enteros. Podemos citar, a título de curiosidad, las incursiones del español Jesús Franco en esta materia a través de sus inclasificables y muy anárquicas Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971) y La maldición de Frankenstein (Jesús Franco, 1972), cuya puesta en escena, abigarrada como pocas, aparece dominada por el empleo del zoom sin un propósito claro, algo que choca frente al depurado clasicismo de los filmes de Whale y Fisher.

Hollywood y la serie B
Entre medias, las inteligencias artificiales se van perfilando en el cine de serie B como un reclamo jugoso, ideal para captar a un público popular. La cinta británica The Perfect Woman (Bernard Knowles, 1949) reincide, con cierta pericia, en el tema del robot femenino. Al otro lado del Atlántico, Hollywood entrega algunos títulos sin pretensiones, como Robot Monster (Phil Tucker, 1953), Gog (Herbert L. Strock, 1954) o Kronos (Kurt Neumann, 1957), justo antes de encontrar un robot crucial en el clásico Planeta prohibido (Fred McLeod Wilcox, 1956): el androide Robby; tratándose de un filme de ciencia-ficción con múltiples temáticas, y abordando el tema del robot de manera un tanto colateral, Planeta prohibido marca un antes y un después en lo que a la materia robótica en el cine se refiere. Harto imitado luego, Robby dominará la iconografía del robot-máquina del lustro sucesivo.

Un filme canónico
El filme que marca por así decir la madurez de la ciencia-ficción cinematográfica, hasta entonces sometida a una ingenuidad intelectual más o menos pintoresca, es 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), la gran obra maestra de su artífice, adaptación de la novela homónima de Arthur C. Clarke, donde la inteligencia artificial se materializa en abstracto en el ordenador HAL-9000, que decide rebelarse contra los cosmonautas de la nave espacial con destino a Júpiter en que viaja cuando “descubre” que éstos quieren desconectarle; llegará al asesinato. El gran logro de Kubrick es haber captado sensaciones profundas como la angustia o el impulso de conservación sin traicionar el dualismo hombre-máquina, entre el sentimiento-pulsión del hombre versus la razón matemática fría y aséptica de la máquina. Fuera de toda duda, 2001: una odisea del espacio es el film más importante realizado sobre la inteligencia artificial y cuantas problemáticas conlleva.

Ocaso y decadencia, una larga coda
La década de 1970 es rica en películas donde las inteligencias artificiales albergan el interés de la función: THX 1138 (George Lucas, 1971), La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976), Engendro mecánico (Donald Cammell, 1977), La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) y sus secuelas, El abismo negro (Gary Nelson, 1979) o Saturno 3 (Stanley Donen, 1980), entre otras, corrigen y aumentan las características previamente apuntadas sobre robótica, cerebros electrónicos y computadoras avanzadas. Quizá el film más interesante de los inmediatamente referidos sea Engendro mecánico, donde el director Cammell explora las relaciones hombre-máquina en el complejo terreno de las prótesis médicas.
Los años 80 están dominados por la máquina, y nunca antes en el cine se vio tal avalancha de filmes en torno a ella. Las exploraciones intelectuales, en consecuencia, se trivializan. El argumento pasa a elaborarse bajo unos patrones prefijados, mirando más por la rentabilidad mercantil del producto que por sus valores estéticos. Por otra parte, el vídeo doméstico (a través de sus diferentes formatos: VHS, Betamax, V2000) comienza a imponerse, generando una nueva especie de público: el cinéfilo de vídeo-club, que tiende en lo que al gusto se refiere al cine de género, con una predilección especial por la ciencia-ficción. Pero tras toda esta fachada llena de modificaciones externas a lo que nos preocupa, existen trabajos de sumo interés. La obra más comentada es Blade Runner (Ridley Scott, 1982), filme esteticista y barroco, que da un nuevo paso con respecto al film de Kubrick, al tratar en profundidad el tema de la humanidad del robot, su proceso de humanización. Mayor interés cinematográfico ofrece, empero, Videodrome (David Cronenberg, 1983), donde el hombre (lo orgánico) y la máquina (lo metálico) se fusionan en un mismo plano de aprehensión; filme angustioso y lleno de suspense, Videodrome explora con resultados magníficos parcelas hasta entonces inéditas en el género. De menor entidad, Christine (John Carpenter, 1983) trata sobre un coche “inteligente”, aunque su argumento pronto escora hacia el folletín adolescente. Runaway, brigada especial (Michael Crichton, 1984) se centra en el problema de los fallos mecánicos de los robots y sus peligrosas consecuencias.
Sin embargo e inquietudes aparte, los 80 traerán consigo un fenómeno sociológico de -a la larga- peculiares consecuencias: la aparición de las sagas hollywoodienses sobre robots antropomórficos, con gran despliegue violentista y mensaje subliminal encubierto, típico por otra parte de la era Reagan. El exponente más característico es Terminator (James Cameron, 1984), que tendrá continuidad en Terminator 2. El juicio final (James Cameron, 1991) y se prolongará en el nuevo milenio con Terminator 3. La rebelión de las máquinas (Jonathan Mostow, 2003) y Terminator Salvation (McG, 2009), espectáculos informáticos próximos a la estética de los videojuegos.
Por los terrenos de la comedia blanda se mueve Cortocircuito (John Badham, 1986) y su secuela Cortocircuito 2 (Kenneth Johnson, 1988), en torno a las andanzas humorísticas del Número 5, un robot cuyo aparatoso proceso de aprendizaje provoca incontables desaguisados. Más pretenciosa resulta Fabricando al hombre perfecto (Susan Seidelman, 1987), film independiente de marcado toque feminista. El influjo del sentimentalismo capitalista del productor Steven Spielberg se manifiesta en Nuestros maravillosos aliados (Matthew Robbins, 1987), fábula doméstica protagonizada por unos platillos voladores empeñados en arreglar un edificio y, con él, mejorar la vida de quienes lo habitan.
La estela de Terminator reaparece en otra serie de similar signo con RoboCop (Paul Verhoeven, 1987), finalmente trilogía al sumarse a la primera entrega RoboCop 2 (Irvin Kershner, 1990) y RoboCop 3 (Fred Dekker, 1991). De nuevo, lo que define a la inteligencia artificial es su forma humana, si bien revestida de metal.
Procedente de Japón y exponente destacado del subgénero denominado cyberpunk, el filme en blanco y negro Tetsuo, el hombre de hierro (Shinya Tsukamoto, 1989) aborda el tema de la vinculación entre lo orgánico y lo metálico, a partir de un argumento peculiar: un hombre tiene la malsana costumbre de incrustarse trozos de hierro en su cuerpo. Un día tendrá un accidente de automóvil, chocando con otro hombre: éste último, a consecuencia del mismo, degenerará en un ser monstruoso, una especie de inteligencia devenida artificial a raíz de una serie de mutaciones inefables. A raíz de su éxito, el filme conocería una secuela.
La lista de productos que utilizan en sus argumentos el pretexto de las inteligencias artificiales no termina aquí, ni mucho menos. Podemos citar, sin ánimo de exhaustividad, Hardware, programado para matar (Richard Stanley, 1991), Soldado Universal (Roland Emmerich, 1994) o Matrix (Andy y Larry Wachowsky, 1999), superproducción de temporada cuyo éxito llevaría a sus productores a prolongarlo por medio de dos secuelas que arrasaron en las taquillas de medio mundo, aportando algunas novedades conceptuales que desataron polémica: el mundo virtual aparece representado como la otra cara de la moneda del mundo real. Lo más interesante de Matrix reside en su primera media hora de duración, donde se realizan algunos apuntes platónicos (la alegoría de la Caverna es retomada) y mesiánicos (el personaje protagonista, Neo, queda así vinculado con el Mesías) que luego, por desgracia, se disuelven en un espectáculo de efectos especiales meramente demostrativo (y que reportó a la película cuatro premios Óscar técnicos). En un plano de entretenimiento ligeramente diferente figura una película como El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999), adaptación de un relato de Isaac Asimov.
Entre los filmes de la última década, puede destacarse A. I. Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001), uno de los más ambiciosos empeños de su autor, inicialmente un proyecto de Kubrick. Finado éste, se haría cargo del mismo Spielberg, firmando un espectáculo a medio camino entre la sensiblería de E.T. y el bazar tecnológico de Parque jurásico.
En los últimos años, en fin, las inteligencias artificiales se han adueñado del monopolio de la ciencia-ficción. Signo inquietante, e inequívoco, de que la industria cinematográfica (prioritariamente la de Hollywood) está preparando al público de masas para unos nuevos tiempos que implican, qué duda cabe, un nada halagüeño cambio de paradigma antropológico.
 

Etiquetas:cineJosé Antonio Bielsa Arbiol