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Diario YA


 

También distinguía entre la “inteligencia tradicional”,

Gramsci y los valores de Europa

Pedro Saez Martínez de Ubago. Nada puede desear un enemigo que pasar inadvertido, poder actuar sin que sus víctimas conozcan siquiera su existencia y su acción. Por eso, se dice con razón que, en nuestro tiempo la mayor victoria del demonio es haber conseguido que no se crea en su existencia y su acción, o incluso negarlas. Y lo que sirve para el demonio sirve igualmente para otros enemigos cuanto implica y significan la civilización occidental y sus valores genuinos como Antonio Gramsci, el filósofo y periodista italiano a quien posiblemente se deba no sólo la supervivencia del marxismo sino su impregnación e infiltración en la sociedad liberal de nuestra actual Europa. Uno de los fundadores del Partido Comunista de Italia, Antonio Gramsci nació en Cerdeña en 1891, fue encarcelado en 1922 hasta su muerte en Roma en 1937 y es el autor de una copiosa bibliografía. De cuanto en ella aborda, quiero destacar su teoría a cerca de los intelectuales y del papel que deben jugar en la educación Según Gramsci, los intelectuales modernos no son simplemente escritores, sino directores y organizadores involucrados en la tarea práctica de construir la sociedad. También distinguía entre la “inteligencia tradicional”, que se ve a sí misma como una clase aparte de la sociedad, y los grupos de pensadores que cada clase social produce “orgánicamente” entre sus propias filas. Dichos “intelectuales orgánicos” no se limitan a describir la vida social de acuerdo a reglas científicas, sino más bien 'expresan', mediante el lenguaje de la cultura, las experiencias y el sentir que las masas no pueden articular por sí mismas. La necesidad de crear una cultura obrera se relaciona con la preocupación de Gramsci por una educación capaz de desarrollar intelectuales obreros, que compartan la pasión de las masas. “Toda relación de hegemonía –dice Gramsci- es necesariamente una relación pedagógica y se verifica, no sólo en el interior de un país, entre las diferentes fuerzas que lo componen, sino en todo el campo internacional y mundial, entre gru-pos de civilización nacionales y continentales. Crear una nueva cultura no significa hacer sólo individualmente descubrimientos originales, sino también, y especialmente, difundir críti¬camente verdades ya descubiertas, socializarlas, por así decirlo, y por lo tanto convertirlas en base de acciones vitales, elementos de coordinación y de orden intelectual y social”. Estas teorías se desarrollan en los “Cuadernos de la cárcel“, escritos durante su cautiverio y donde, de forma astuta y sibilina marca las pautas y señala las directrices para adaptar el comunismo a las democracias occidentales. Gramsci se percató de que la revolución, la lucha de clases, el enfrentamiento social y la violencia no eran recomendables ni el camino para lograr el objetivo revolucionario. Contrariamente el marxismo pacífico siempre debe contar con compañeros de ruta que colaboren consciente o inconscientemente facilitándole la tarea de penetrar y dominar los pilares fundamentales de la instituciones occidentales, corroerlas desde adentro, como la familia, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los sindicatos, las universidades, los medios de comunicación , los tribunales, los colegios, los colegios profesionales etc. minando con estos infiltrados las bases de sustentación de la sociedad occidental. Dicho en román paladino, lo que Gramsci sostenía es que, mientras el revolucionario se haga cargo de la educación y la cultura, aunque para ello deba ceder momentáneamente otros ámbitos de poder, como el económico, las obras públicas o la sanidad, con el paso del tiempo, las nuevas generaciones formadas en la cultura y educación revolucionarias, serán las que, desde dentro de la misma sociedad liberal y occidental habrán subvertido, pacífica e imperceptiblemente y desde dentro, los valores y principios de la misma. Antonio Gramsci murió hace 77 años y hoy nadie habla de él, pero seguimos padeciendo los efectos de su plan. Quien esto escribe se ha preguntado muchas veces si Alfonso Guerra no pensaría en elloo así cuando dijo que a España no la conocería ni la madre que la parió. Hoy vivimos en una Europa sin valores donde priman el materialismo y el relativismo, y en donde todo, en una especie de darwinismo político y social, sea económico, racial o militar, parece renegar de aquellas grandes aportaciones que, a lo largo de los siglos, Europa ha dado al mundo: la metafísica griega, el derecho romano y el sentido de trascendencia del cristianismo. Los comicios europeos del próximo día 25 nos brindan una oportunidad de preguntarnos qué Europa queremos y una ocasión para comenzar a cambiar las cosas, para iniciar el camino de la restauración y la regeneración. A nosotros nos toca decidir: o apoyamos a los que, a derecha e izquierda, son partidarios de recolectar la semilla de Gramsci y de incrementar la cesión de soberanía, hipotecándonos aún más de cara al mañana, o nos decidimos a cambiar nuestra rebeldía individual por un auténtico Impulso Social para transformar la realidad desde los ancestrales Principios y Valores que defendemos y que nos conducen, por el camino de la Justicia Social, a la consecución del Bien Común. De acuerdo con la Metafísica griega, no es posible el relativismo. Si no existiera un bien más allá de lo que pueda convenir en un momento dado, la filosofía no tendría sentido; si la verdad fuera relativa, el ser humano se quedaría sin orientación. Buscar los valores absolutos mediante el diálogo filosófico implica conocer que existe la Verdad absoluta y objetiva, que debe buscarse en común. Es necesario, y entra en la dimensión social del hombre, crear situaciones habituales que faciliten moral. Para ello, Aristóteles estudia las virtudes entre las que destaca la Justicia, que consiste en dar a cada uno lo suyo, como vía para alcanzar tanto el equilibrio humano como la paz social. He aquí el entronque de la Metafísica griega con el Derecho romano. Trátese de la justicia conmutativa –reguladora de las relaciones entre los ciudadanos- o de la Justicia distributiva –reguladora de las relaciones entre la sociedad y los ciudadanos- Gneo Ulpiano definió la justicia como la conjunción de tres condiciones: 1) vivir honestamente, 2) no hacer daño al otro y 3) dar a cada uno lo suyo. Es decir, el hombre debe contribuir al bien común de forma equitativa y proporcional a su capacidad. Y, al enmarcarse la justicia en el campo de la ética –vivir honestamente- el reconocimiento de los derechos, tanto naturales como positivos, de los demás, es condición necesaria para la convivencia social. Sentados estos principios, en virtud de los cuales la finalidad del ser humano, su felicidad, consiste en actuar de acuerdo con la racionalidad y la sociabilidad, el Cristianismo sintetizará la Verdad filosófica con la Verdad revelada, entendiendo que, en efecto, el fundamento de derecho es la naturaleza del hombre, imagen de Dios, creador del mundo y del ser humano. Así Dios, se sitúa en el origen del que deriva la dignidad del hombre, en el que ha puesto la Ley Natural, que todos pueden conocer por la razón, y que, más allá de credos y filosofías, ordena el conjunto de inclinaciones fundamentales de la naturaleza humana, sin la cual no es posible la organización de una sociedad justa. Si queremos evitar que ese plan de destrucción de los valores y principios europeos termine por imponerse, una de las primeras cosas que hay que hacer es comprender que las elecciones europeas tienen mucha más importancia de la que en España se les otorga. Aquí, si hace mal tiempo, los ciudadanos no nos preocupamos de ir a votar quién nos representará en Europa como nos preocuparíamos por votar a quien nos representa en nuestros ayuntamientos, autonomías o en el Congreso y Senado. Y con esto cometemos un grave error, porque el 75% de las leyes emanadas de nuestros ayuntamientos, autonomías y cortes generales, son leyes que tienen su origen en la Unión Europea, con un parlamento, similar al cementerio de elefantes del Senado español, a donde nuestros partidos parecen mandar a todos los que ya no sirven, quieren proteger inicuamente con algún aforamiento o, por cualquiera otra razón, se quieren quitar de en medio. Con tan indeseables representantes, defendiendo en Europa los pocos derechos que nos dejó el mezquino y humillante tratado de unión que firmamos en su día –tratado que conviene revisar y denunciar- no es de extrañar, ni nadie debería sorprenderse con ello, el hecho de que sea tanto en la casta política y la eurocracia actual donde residan buena parte de los problemas y no de las soluciones de España y de Europa. Por ello, a la hora de acercarse a las urnas el día 25, convendría tener en cuenta lo que, en agosto de 2006, decía Benedicto XVI en una entrevista a varias televisiones alemanas: “La fe cristiana no es un impedimento, sino un puente para el diálogo con los otros mundos. No es correcto pensar que la cultura puramente racional, gracias a su tolerancia, permita un acercamiento más fácil a las otras religiones. La pura racionalidad separada de Dios no es suficiente, sino que es necesaria una racionalidad más amplia, que vea a Dios en armonía con la razón; debemos mostrar que la fe cristiana, que se ha desarrollado en Europa, es también un medio para armonizar la razón y la cultura”. Y, al recordar esto, tener, también en cuenta que, para reivindicar y recuperar estos valores y esta fe que arraigan en la esencia de la civilización europea y occidental, concurre a las elecciones la coalición IMPULSO SOCIAL.

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