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Gramsci y los valores de Europa

Pedro Sáez Martínez de Ubago. Se dice con razón que la mayor victoria del Demonio es haber conseguido que no se crea en su existencia y su acción e, incluso, negarlas. Y lo que sirve para el Príncipe de este mundo sirve igualmente para otros enemigos de cuanto implican y significan la civilización occidental y sus valores genuinos. Tal es el caso de Antonio Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista de Italia. Antonio Gramsci (Cerdeña 1891 – Roma 1937) es el filósofo y periodista italiano a quien posiblemente se deba no sólo la supervivencia del marxismo sino su impregnación e infiltración en la sociedad liberal de nuestra actual Europa. Autor de una copiosa bibliografía, de cuanto en ella aborda, cabe destacar su teoría a cerca de los intelectuales y el papel que deben jugar en la educación. Según Gramsci, los intelectuales modernos no son simplemente escritores, sino directores y organizadores involucrados en la tarea práctica de construir la sociedad. También distinguía entre la “inteligencia tradicional”, que se ve a sí misma como una clase aparte de la sociedad, y los grupos de pensadores que cada clase social produce “orgánicamente” entre sus propias filas. Estos “intelectuales orgánicos” no se limitan a describir la vida social de acuerdo a reglas científicas, sino más bien 'expresan', mediante el lenguaje de la cultura, las experiencias y el sentir que las masas no pueden articular por sí mismas. La necesidad de crear una cultura obrera se relaciona con la preocupación de Gramsci por una educación capaz de desarrollar intelectuales obreros, que compartan la pasión de las masas. “Toda relación de hegemonía –dice Gramsci- es necesariamente una relación pedagógica y se verifica, no sólo en el interior de un país, entre las diferentes fuerzas que lo componen, sino en todo el campo internacional y mundial, entre gru-pos de civilización nacionales y continentales. Crear una nueva cultura no significa hacer sólo individualmente descubrimientos originales, sino también, y especialmente, difundir críti¬camente verdades ya descubiertas, socializarlas, por así decirlo, y por lo tanto convertirlas en base de acciones vitales, elementos de coordinación y de orden intelectual y social”. Estas teorías las desarrolló en los “Cuadernos de la cárcel“, escritos durante su cautiverio, donde, de forma sibilina marca las pautas y señala las directrices para adaptar el comunismo a las democracias occidentales. Gramsci se percató de que la revolución, la lucha de clases, el enfrentamiento social y la violencia no eran recomendables ni el camino para lograr el objetivo revolucionario. Contrariamente el marxismo pacífico debe contar con cómplices que colaboren consciente o inconscientemente facilitándole la tarea de penetrar y dominar los pilares fundamentales de la instituciones occidentales -la familia, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los centros de enseñanza, los medios de comunicación, los tribunales, los sindicatos y colegios profesionales etc.- corroerlos desde dentro y minar con infiltrados las bases de sustentación de la sociedad occidental. Dicho en román paladino, lo que Gramsci sostenía es que, mientras el revolucionario se haga cargo de la educación y la cultura, aunque para ello deba ceder momentáneamente otros ámbitos de poder, como el económico, las obras públicas o la sanidad, con el paso del tiempo, las nuevas generaciones formadas en la cultura y educación revolucionarias, serán las que, desde dentro de la misma sociedad liberal y occidental habrán subvertido, pacífica e imperceptiblemente y desde dentro, los valores y principios de la misma. Antonio Gramsci murió hace 77 años y hoy nadie habla de él, pero seguimos padeciendo los efectos de su plan. Quien esto escribe se ha preguntado muchas veces si Alfonso Guerra no pensaría en elloo así cuando dijo que a España no la conocería ni la madre que la parió. Hoy vivimos en una Europa sin valores donde priman el materialismo y el relativismo, y en donde todo, en una especie de darwinismo político y social, sea económico, racial o militar, parece renegar de aquellas grandes aportaciones que, a lo largo de los siglos, Europa ha dado al mundo: la metafísica griega, el derecho romano y el sentido de trascendencia del cristianismo. Los comicios europeos del próximo día 25 nos brindan una oportunidad de preguntarnos qué Europa queremos y una ocasión para comenzar a cambiar las cosas, para iniciar el camino de la restauración y la regeneración. A nosotros nos toca decidir: o apoyamos a los que, a derecha e izquierda, son partidarios de recolectar la semilla de Gramsci y de incrementar la cesión de soberanía, hipotecándonos aún más de cara al mañana, o nos decidimos a cambiar nuestra rebeldía individual por un auténtico Impulso Social para transformar la realidad desde los ancestrales Principios y Valores que defendemos y que nos conducen, por el camino de la Justicia Social, a la consecución del Bien Común. De acuerdo con la Metafísica griega, no es posible el relativismo. Si no existiera un bien más allá de lo que pueda convenir en un momento dado, la filosofía no tendría sentido; si la verdad fuera relativa, el ser humano se quedaría sin orientación. Buscar los valores absolutos mediante el diálogo filosófico implica conocer que existe la Verdad absoluta y objetiva, que debe buscarse en común. Es necesario, y entra en la dimensión social del hombre, crear situaciones habituales que faciliten moral. Para ello, Aristóteles estudia las virtudes entre las que destaca la Justicia, que consiste en dar a cada uno lo suyo, como vía para alcanzar tanto el equilibrio humano como la paz social. He aquí el entronque de la Metafísica griega con el Derecho romano. Trátese de la justicia conmutativa –reguladora de las relaciones entre los ciudadanos- o de la Justicia distributiva –reguladora de las relaciones entre la sociedad y los ciudadanos- Gneo Ulpiano definió la justicia como la conjunción de tres condiciones: 1) vivir honestamente, 2) no hacer daño al otro y 3) dar a cada uno lo suyo. Es decir, el hombre debe contribuir al bien común de forma equitativa y proporcional a su capacidad. Y, al enmarcarse la justicia en el campo de la ética –vivir honestamente- el reconocimiento de los derechos, tanto naturales como positivos, de los demás, es condición necesaria para la convivencia social. Sentados estos principios, en virtud de los cuales la finalidad del ser humano, su felicidad, consiste en actuar de acuerdo con la racionalidad y la sociabilidad, el Cristianismo sintetizará la Verdad filosófica con la Verdad revelada, entendiendo que, en efecto, el fundamento de derecho es la naturaleza del hombre, imagen de Dios, creador del mundo y del ser humano. Así Dios, se sitúa en el origen del que deriva la dignidad del hombre, en el que ha puesto la Ley Natural, que todos pueden conocer por la razón, y que, más allá de credos y filosofías, ordena el conjunto de inclinaciones fundamentales de la naturaleza humana, sin la cual no es posible la organización de una sociedad justa. Si se quiere evitar que ese plan de destrucción de los valores y principios europeos -plan trazado por un enemigo “intrínsecamente perverso”- termine por imponerse, no estaría de más traer a la memoria, comprender y aplicar lo que, en agosto de 2006, decía Benedicto XVI en una entrevista a varias televisiones alemanas: “La fe cristiana no es un impedimento, sino un puente para el diálogo con los otros mundos. No es correcto pensar que la cultura puramente racional, gracias a su tolerancia, permita un acercamiento más fácil a las otras religiones. La pura racionalidad separada de Dios no es suficiente, sino que es necesaria una racionalidad más amplia, que vea a Dios en armonía con la razón; debemos mostrar que la fe cristiana, que se ha desarrollado en Europa, es también un medio para armonizar la razón y la cultura”.

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